Reinaldo y Rogelio; la templanza de los años.
En casa esperábamos diariamente nos traigan la leche; llegaba un carro tirado por un caballo, a las riendas, un señor de edad.
Tuvimos la posibilidad de criarnos, literalmente con leche de vaca, fresca y pura, blanca como la nieve. Nunca he vuelto a ese sabor, a la sensación que me provocaba. No recuerdo un desayuno u once sin un tazón de leche, de aquella que en más de una ocasión disfrutamos al pie de la vaca.
Mi vieja organizada, nos reglaba la convivencia para evitar conflictos, en aquello que por sí solos no hubiésemos resuelto. Por turnos, la nata se nos adjudicaba, para sacarla del lechero recién hervida e ir a dar a nuestro jarro. De voluntarios, lavábamos los pajaritos del yogurt y le colocábamos leche; la acidez, la atenuábamos con mermelada.
Esperaba la llegada de ese binomio, que mediaba un carro y servía a mis pretensiones. Cuando me mandaban a comprar, pedía me llevaran, en el trayecto, contestar alguna inquietud de don Reinaldo o un comentario de don Rogelio, si era el quien hacía la entrega. Disfrutaba de un andar pausado, donde el caballo correspondía a configurar una unidad, que de armoniosa, me resultaba mágica. No había apuro, la premura no eran asunto de ellos; si contemplar, saludar a los vecinos y recorrer el pueblo hasta vaciar sus contendores de leche.
Trabajadores incansables, discretos y respetuosos, de calidez en el trato. Reinaldo Reyes de relucientes ojos azules, Rogelio Paillán siempre con una cálida sonrisa; serenos, de similar actitud, aquella que templan los años.
Hasta avanza edad, trabajar fue lo de ellos. Representaron con su razón de ser, con lo que fueron, lo mejor de la gente humilde, de aquella, que además de recordar, se extraña.
